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La promesa de Belén: Resistencia, Amor y Fe en tiempos de Oscuridad

  • Foto del escritor: Alejandra Blanco
    Alejandra Blanco
  • 25 dic 2024
  • 3 Min. de lectura

La Navidad, más allá de los destellos ornamentales y los ecos de villancicos, encierra una narrativa que atraviesa las fisuras del tiempo: resistencia, amor y esperanza en tiempos oscuros. Una pareja desplazada, refugiada en su propia tierra, buscando un lugar donde la vida pudiera abrirse paso entre los escombros de la incertidumbre. La imagen de José y María cruzando Belén, con su hijo a punto de nacer en un pesebre improvisado, no es solo un episodio bíblico; es la representación universal de quienes, enfrentados a fuerzas implacables, eligen proteger la fragilidad de la existencia contra toda probabilidad.


Este relato, tan antiguo como la humanidad misma, reverbera hoy en cada esquina del planeta donde la luz parece haber menguado. Según la ONU, vivimos el momento con mayor cantidad de conflictos bélicos desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. En Ucrania, Sudán, Yemen o Palestina, las guerras devoran lo esencial: el hogar, la infancia, la posibilidad misma del futuro. Pero, más allá del sonido de los cañones y el espectáculo grotesco del poder, existen pequeños actos que resisten el avance de la destrucción: un niño que aprende a escribir en un refugio, una madre que improvisa un pesebre con retazos de esperanza, un médico que se niega a abandonar su puesto.


La migración forzada, inevitable consecuencia de estas tragedias, se ha convertido en una de las grandes epopeyas contemporáneas. Según ACNUR, más de 108 millones de personas han sido desplazadas, empujadas por guerras, desastres climáticos y sistemas económicos que condenan a la precariedad perpetua. La marcha de estos millones, silenciosa y desgarradora, recuerda la obstinación de los caminantes de Belén: cada paso hacia lo desconocido es un grito de fe en la posibilidad de reconstruir lo que parece perdido. No es la migración, como muchos suponen, un fenómeno meramente físico; es una travesía que redefine identidades, fronteras y, en última instancia, la propia idea de humanidad.


La Navidad, en su esencia más pura, no es un refugio sentimental ni una tregua momentánea en medio del caos. Es, paradójicamente, un desafío a las lógicas del mundo. Celebrar la vida en un entorno que parece inclinarse hacia la muerte es un acto profundamente subversivo. Es rechazar la lógica del miedo, la inercia del odio, la normalización de la violencia. Apostar por la luz no es un gesto ingenuo; es una rebelión contra la oscuridad, una afirmación de que la humanidad aún puede ser más que sus peores impulsos.


En este marco, Belén deja de ser un lugar geográfico para convertirse en un estado simbólico, un espacio de resistencia en medio de la adversidad. En las trincheras de Ucrania, donde soldados y civiles comparten pan bajo el cielo estrellado, o en los campos de refugiados de Lesbos, donde un voluntario ofrece una manta a un recién llegado, la luz de Belén persiste. Es una luz tenue, sin alardes, pero capaz de abrirse camino entre las grietas más profundas.


La resistencia de José y María no fue un acto heroico en el sentido convencional; no levantaron armas ni desafiaron imperios. Su heroísmo residió en su capacidad de proteger la vida, de apostar por lo frágil, de construir un refugio en un mundo que parecía desmoronarse. Esa misma resistencia late hoy en cada acto que se opone a la desesperanza: en quienes reconstruyen hogares tras un huracán, en quienes cuidan a los heridos en zonas de guerra, en quienes dan a luz en los lugares más improbables.


Decir que la esperanza no es ingenua parece, en estos tiempos, un acto de provocación intelectual. Pero no hay afirmación más cierta: la esperanza es la fuerza que, contra toda lógica, ilumina incluso las noches más largas. No se trata de un optimismo fácil ni de una fe ciega, sino de una fuerza obstinada, profundamente humana, que se niega a aceptar la derrota como única posibilidad.


La Navidad, entonces, no es un respiro del sufrimiento ni una pausa en la tragedia global. Es la encarnación misma de la resistencia: una invitación a reconocer que, incluso en los momentos más oscuros, siempre es posible imaginar y construir un camino hacia la luz. Porque apostar por la vida, en última instancia, es el acto más revolucionario de todos.


Alejandra Blanco

 
 
 

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